El legendario Marqués de Cuevas,  la extravagancia que marcó época

El legendario Marqués de Cuevas, la extravagancia que marcó época

 

El Marqués George de Cuevas, nacido en Chile como Jorge Cuevas Bartholín (1885-1961), fue un excéntrico empresario de ballet y mecenas de las artes, figura renombrada de la alta sociedad francesa y norteamericana, aunque más conocido por dirigir su propia compañía, el Grand Ballet du Marquis de Cuevas, fundada en 1944 como el Ballet International.
Era hijo de Eduardo Cuevas Avaria (1821-1897), político y diplomático chileno, y de su tercera esposa, María Manuela del Carmen Bartholín de la Guarda, quien era mitad danesa. Aunque aparentemente era homosexual, viviendo en Francia conoció a Margaret Strong Rockefeller  nieta por vía materna del co-fundador de la Standard Oil, el magnate John D. Rockefeller, con la que se casó en París el 3 de agosto de 1927.                                                                                                                             Ese día recibió, por decreto real del monarca español, el título de Marqués de Piedrablanca de la Guana (de acuerdo a Vanity Fair, fue un título adquirido por Cuevas posiblemente gracias a su millonaria novia), aunque quiso ser conocido como Marqués de Cuevas hasta el día de su muerte.
Por la época de la boda, Cuevas servía como secretario de la Legación Chilena en Londres; la novia había crecido en Italia y estudiado química en la Universidad de Cambridge. Tuvieron dos hijos: Elizabeth (Bessie) en 1929 y John en 1931. Su hija sería más tarde la escultora Elizabeth Strong-Cuevas. Instalado en Estados Unidos se convirtió en patron del pintor español Salvador Dalí­, instaló una tienda para damas llamada “Irfé” y, apasionado balletómano, fundó su propia compañí­a de ballet con el dinero de su esposa.
En julio de 1940 se había naturalizado ciudadano de los Estados Unidos en New Jersey, renunciando a su marquesado y convirtiéndose legalmente en George de Cuevas. Su título, sin embargo, continuó siendo usado socialmente en los reportes de prensa. Cuevas y su esposa fueron sponsors de una exhibición de arte que incluía antiguos maestros y modernos franceses prestados de colecciones privadas y valuados en 30 millones de dólares. En 1944 creó la compañía Ballet International, en la ciudad de Nueva York, actuando en el hoy inexistente Columbus Circle.

La compañía tuvo varios nombres: el Nouveau Ballet de Monte Carlo o el Grand Ballet de Montecarlo y luego el Grand Ballet du Marquis de Cuevas, pero comúnmente los balletómanos le llamaban el Ballet de Cuevas. En 1947 la ballerina Rosella Hightower aceptó una invitación del marqués para unirse a su nueva compañía. La presencia de la coreógrafa Bronislava Nijinska fue uno de los principales factores en la decisión de Hightower. Nijinska coreografió para Hightower el rutilante y virtuoso Rondo Capriccioso. Además de los bailes clásicos, las actuaciones de la primera bailarina incluyeron Piège de Lumière, del maestro John Taras, pieza en la cual ella desempeñaba el rol de una mariposa en un bosque tropical que encantaba a un grupo de convictos escapados de la cárcel.

Inusualmente para una compañía europea, Cuevas tenía una fuerte presencia de bailarines norteamericanos, entre ellos Rosella Hightower, Marjorie Tallchief, William Dollar y George Skibine. También incluyó en su repertorio ballets de coreógrafos de aquel país. Cuevas contrató los más grandes nombres de la danza de la época, incluyendo Markova, Toumanova, Massine, Lichine, y Bruhn.

El Marqués era una figura rutilante, muy querido por el público francés, y daba frecuentes y elaborados bailes. En 1953 ofreció «El Baile del Siglo» en el Chiberta Country Club, de Biarritz, al que asistieron 2.000 personas con disfraces del siglo XVIII. Cuevas, vestido en lamé dorado y un aparatoso cubrecabeza con altas plumas de avestruz, figuraba el Rey de la Naturaleza, mientras su cuerpo de ballet representaba el Acto II de “El Lago de los Cisnes” sobre una balsa en el medio de un lago. El acontecimiento fue considerado una de las fiestas más lujosas de todos los tiempos, por el que Cuevas mereció críticas hasta del Vaticano, que le recriminó el despilfarro.

Al “divino Marqués” le gustaba entretener y llenaba sus casas con figuras de la sociedad, títulos de nobleza, celebrados artistas y bailarines. Era constante el flujo de emigrados rusos. “En las fiestas de Cuevas estaban la Reina Madre de Egipto, Maria Callas y, por supuesto, Salvador Dalí, quien era regular en su casa”, cuenta Mafalda Davis, una relaciones públicas de origen egipcio que era gran amiga del marqués. George hacía muchos regalos. Compraba viejas pieles y joyas a los rusos pobres de París y se los daba como presentes. Le dio a la Vizcondesa de Ribes un abrigo de marta y a Mrs. Gurney Munn de Palm Beach un reloj en el que había grabado “Pueda el tic tac de este reloj recordarte la belleza de tu corazón fiel”.

En su apartamento del Quai Voltaire una docena de amigos íntimos formaban la “corte” del marqués: la princesa Marthe Bibesco, la vizcondesa Jacqueline de Ribes, su sobrino Raimundo de Larrain, varias bailarinas de su cuerpo de ballet, José Luis de Vilallonga, Juliette Achard y Serge Lifar. Cual nuevo Rey Sol, lo acompañaban en su despertar, en su aseo personal y luego lo escoltaban en las cenas, ocasiones en que el “divino marqués” reunía a la flor y nata de París, como Maurice Chevalier, Blanche de Polignac, Jean Cocteau, Arturo López-Wilshaw, la princesa Troubetzkoy, el barón de Rédé, Marie-Laure de Noailles y Fawzia de Egipto.
José Luis de Vilallonga registró, en su libro “Mi vida es una fiesta”, que “Las llegadas del marqués de Cuevas al teatro de los Champs Elysées eran siempre happenings que dejaban boquiabiertos a quienes presenciaban sus estruendosas apariciones en las aceras de la avenida Montaigne. Precedido por media docena de repelentes pequineses cuyas correas sujetaba un criado, bajaba del coche sostenido por Horacio Guerrico –su secretario argentino- y por su sobrino Larrain, que cargaba con varios objetos de los que el marqués no se separaba nunca: un chal de ceremonia de seda bordado en roo, regalo del gran mufti de Jerusalén, un botiquín que había pertenecido a Eugenia de Montijo, la esposa española de Napoleón III, un bastón con pomo de marfil, presente del emperador Bao Dai y una Biblia antigua cuyo primer propietario había sido Enrique VIII de Inglaterra.

Pero por lo general, Georges llegaba a “su” teatro acostado en una litera que portaban a pulso dos gorilas vestidos de blanco. El marqués detestaba vestir de esmoquin. Prefería con mucho disfrazarse. De maharajá cubierto de perlas, de bonzo tibetano, de jeque del desierto, al estilo Rodolfo Valentino. Tenía una marcada inclinación por las chilabas, los turbantes adornados con plumas y las joyas bárbaras. Cuando el disfraz del anciano sobrepasaba los límites de la fantasía convencional –cierta noche llegó al teatro tocado con una mitra de obispo retocada por Dior- los mirones que se apretujaban en la acera aplaudían a rabiar. El público le abría paso hasta la puerta del teatro y él, imperturbable, pasaba, saludando a diestra y siniestra con un gesto circular de la mano que provocaba el tintineo de las cadenas de oro arrolladas alrededor de su muñeca.

Instalaban a Georges, como a un viejo rey en su trono, en un gran sillón Luis XV que él acarreaba, de teatro en teatro, por todo el mundo. A su alrededor se colocaban las más hermosas mujeres de París. La princesa Ibrahim de Turquía, cubierta de armiños, la princesa Troubetzkoy, que fue la primera que se atrevió a llevar pantalones en las veladas de soirée, Ludmila Tcherina, hierática como un ícono, Hélène Rochas, comparable a una flor de invernadero frágil y delicada, y también, cómo no, la vizcondesa de Ribes, que todavía no se parecía demasiado a su madre. Todas se apresuraban a satisfacer los menores deseos del marqués. Caprichoso como un niño, Georges no dejaba de pedirles vasos de agua tibia, cigarrillos que jamás encendía e incluso un espejito para echar una mirada a su maquillaje. A veces, cuando pretendía sentirse mal, les rogaba que sostuvieran su mano, honor que ellas se disputaban con acritud…”

Como pareja, el Marqués y la Marquesa de Cuevas se convirtieron más y más excéntricos. “Era poco convencional su matrimonio, pero, curiosamente, funcionaba”, dijo la Vizcondesa Jacqueline de Ribes, quien era una frecuente invitada en su apartamento parisiense. “Siempre había gente esperando en el hall para tener una audiencia; era como una corte”, dijo un miembro de la familia. Otro observador del funcionamiento interno de la casa de Cuevas, Jean Pierre Lacloche, dijo, “Margaret siempre estaba en su habitación durante las fiestas. Odiaba acudir, pero usualmente lo hacía. Ella cedía a todas las bromas de George. No le importaba. Él hacía su vida alrededor de ella”. A menudo Cuevas recibía visitas tirado en su cama envuelto en una robe de terciopelo negro con cuello de marta y rodeado por sus nueve o diez perros pequineses –a quienes daba de comer violetas “así no huelen mal cuando se descuidan…” como solía explicar a quienes se asombraban de ello– Mientras, Margaret crecía más y más recluida y desaliñada en su vestuario.

Tenía 72 años cuando se enfrentó en un duelo con el bailarín retirado veinte años menor que él Serge Lifar, el 30 de marzo de 1958. El duelo fue provocado por un argumento sobre los cambios realizados a Black and White, un ballet de Lifar que había sido presentado por la compañía de Cuevas. Lifar resultó abofeteado en público después de insistir que tenía los derechos sobre Black and White y, aunque envió a sus secretarios a Cuevas, éste rehusó extender una apología y eligió el duelo con espadas. Como los duelos estaban “técnicamente fuera de la ley” desde el siglo XVII, la hora y el lugar de esta contienda no fueron informados al público. Sin embargo, se llevó a cabo frente a cincuenta fotógrafos de prensa y finalizó con los dos contendientes entre lágrimas y abrazos, en lo que The New York Times llamó “el más delicado encuentro en la historia del duelo francés”, con el resultado de un único corte en el brazo derecho de Lifar durante el séptimo minuto.

MarquesCuevasEl éxito final de la carrera del Marqués fue una producción de “La Bella Durmiente”, que debutó en París en octubre de 1960 y fue muy bien recibida por la crítica. Sus doctores le permitieron asistir a la première, con Cuevas notando que “si voy a morir, lo haré detrás del escenario”. Fue trasladado hasta allí en una silla de ruedas luego de la actuación para recibir una ovación de la audiencia puesta en pie. George de Cuevas murió el 22 de febrero de 1961 en su villa de Cannes, Les Délices, a los 75 años. La trouppe tenía que inaugurar la temporada de Cannes con La Bella Durmiente la noche siguiente a la muerte de Cuevas pero cancelaron la actuación en su memoria.

La compañía continuó brevemente después de su muerte, bajo la dirección de su sobrino Raimundo de Larrain, pero fue disuelta en 1962. La Bella Durmiente, iniciada por Nijinska y terminada por Robert Helpmann, fue la obra en la que Nureyev hizo su debut en Occidente luego de desertar del Kirov en 1961.

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