El Museo Thyssen presenta un oportuno e interesante recorrido por las obras del maestro español y las de su entorno
De un perfil más modesto, pero sin los abruptos cambios de estimación que padecieron otros colegas suyos de los relucientes siglos XVI y XVII de la pintura española, Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 1598-Madrid, 1664), casi rigurosamente coetáneo y paisano de Diego Velázquez (Sevilla, 1599-Madrid, 1660), vuelve sobre nosotros gracias a una ambiciosa y pulida exposición que, con el título Zurbarán: una nueva mirada, se exhibe en el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid, hasta el 13 de septiembre del presente año, trasladándose a continuación al Museo Kunstpalast de Düsseldorf, donde también se podrá visitar hasta el 31 de enero de 2016. Con el comisariado de Odile Delenda, una de las más autorizadas expertas en el maestro extremeño-andaluz, y de Mar Borobia, jefa del área de pintura antigua del Museo Thyssen-Bornemisza, esta muestra ha reunido 63 obras, 47 de las cuales son del propio Zurbarán, 7 de su superdotado hijo Juan (Llerena, 1620-Sevilla, 1649) y las 9 restantes de seguidores, colaboradores y discípulos del taller. Esta combinación tiene miga y, por tanto, no es, en absoluto, de “relleno”, porque, en primer lugar, Juan de Zurbarán no sólo fue uno de los mejores bodegonistas españoles del XVII, sino que lo fue hasta tal punto que ha hecho vacilar a los especialistas entre si una obra era suya o de su padre, mientras que el obrador de la marca fue un tropel, en el que la autoría precisa ha sido también problemática, y, no digamos, cuando una parte se desplazó al Nuevo Mundo, tema que resume muy bien Benito Navarrete en uno de los muy interesantes ensayos que se publican en el catálogo de la exposición.
Dividida en siete capítulos, la exposición reúne 63 obras y tiene un sesgo marcadamente académico
En cuanto a la exposición que ahora se exhibe, realizada tras las últimas magnas monográficas internacionales de 1987-1988, tiene un sesgo marcadamente académico, con todo lo bueno y lo menos bueno de esta opción. Lo bueno, ya antes insinuado, es que afronta y pone al alcance del público no especialista las últimas novedades que una autoridad en la materia, como es Odile Delenda, es capaz de proporcionarnos. En este sentido, en relación con Francisco de Zurbarán, nos enteramos de precisiones sobre la autoría de cuadros y su cronología, por no hablar ya de la perfecta microrrepresentación de la obra de su hijo Juan de Zurbarán y del insidioso asunto del taller, todo llevado a cabo con el realzado mérito de que no es una muestra con una abrumadora cantidad de cuadros; esto es: que está, por así decirlo, muy bien tasada. Y lo menos bueno es consecuencia de lo anterior, porque una revisión escrupulosamente científica de un artista, perfecta en un libro, le resta eficacia estética al montaje de una exposición, dándole un aire un poco rancio. En cualquier caso, este detrimento de lo estético, que no hay que confundir con lo espectacular y que, en principio, no debería ser incompatible con lo científico, no resta un ápice de interés a la convocatoria, cuyas maravillas ya han sido aquí glosadas real y virtualmente.
Queda, eso sí, un apretado punto y aparte como colofón: la presencia de algunas obras maestras de Zurbarán, como la abrumadoramente bella y terrible de San Serapio (1628), no vista por estos pagos desde hace más de medio siglo, entre otras tantas. Dividido en siete capítulos, este recorrido por la obra de Zurbarán y el de su entorno es una cita imprescindible para cualquier amante del arte, que, además, saldrá muy bien instruido sobre el estado de la cuestión, al serle iluminadas sus sombras.